He entrado en el bar, a tomarme una manzanilla, porque tenía
el estómago un poco revuelto. Me he apoyado en la barra y mientras me la
servían he visto quejarse de su desgracia a una mujer. Su expresión lánguida
denotaba cierta tristeza, casi abatimiento. El hombre que estaba a su lado se
interesaba por sus problemas. Creo que era un interés insano. Ella se
desahogaba contándole sus desgracias y él fingía consolarla. Otro hombre la
miraba con atención, mientras desvelaba íntimas cuestiones, y una mujer gesticulaba
y hacía muecas de desaprobación. El volumen del televisor estaba apagado y los
subtítulos decían que su marido la había destrozado anímicamente, que sólo le
había dejado deudas y cuatro hijos. En el bar un televisor encendido y sin
volumen parece que hace compañía, pero lo cierto es que nadie lo miraba. Unos
jugaban a las cartas, otros charlaban y otros leían la prensa y aquella mujer
seguía desgranando sus ruinas en forma de subtítulos televisivos. Yo he pensado
que seguramente lo hacía porque le pagaban por ello. Alguien con un mínimo de
decencia no contaría ciertas cosas íntimas ni por dinero, pero es cierto que
existe gente sin moral y con la ética justa como para ser capaz de hacer
cualquier cosa cuando la acosan los bancos. Yo miraba el televisor, intentando
adivinar lo que contaba la mujer del famoso hermano de una famosa, mientras
pensaba en lo poco o nada que me importaba lo que aquella mujer estuviera
contando. Tampoco alcanzaba a comprender que pudieran interesarle a alguien los
trapos sucios de una mujer con la que jamás cruzaremos palabra. Luego me ha
venido a la mente el sonido de las mirillas, que giran descontroladas cuando
sales del ascensor en un bloque de vecinos. He llegado a la conclusión de que
España es un país de chismosos y de incultos, que prefieren perder el tiempo
tras una mirilla o ante la “telebasura”. Me he quedado más tranquilo cuando la
camarera me ha puesto la manzanilla y he bajado a la realidad: a mí aquello me
parecía esperpéntico y humillante. Humillante no sólo para quien cobra por
contarlo, sino para toda esa gente que mantiene los televisivos niveles de
audiencia por el morbo de escuchar la ruina moral de gente a la que ni siquiera
conoce y cuya vida no tiene ningún tipo de interés.
Cuando, hace treinta y seis años, yo empecé a trabajar había niños que no asistían a clase. Estaban matriculados, los teníamos en lista pero teníamos asumido que jamás aparecerían por el aula. Sus padres no valoraban la ecuación, no apreciaban el estudio, ni la formación y no los mandaban al colegio. Entonces el no asistir a clase no tenía consecuencias y se quedaban por la calle, cometiendo pequeños delitos o apedreando perros. Luego se impuso la asistencia obligatoria al colegio y no les quedó otra que entrar en las aulas, si no querían ver a sus padres sancionados. Hoy este tipo de alumnado, (también sus padres), sigue sin tener el más mínimo interés por la educación y el estudio, pero acude a clase porque necesita un certificado de asistencia para acceder a cualquier subsidio, ayuda o subvención, que pagamos religiosamente los contribuyentes. Capítulo aparte merecería la actuación de algunos Trabajadores Sociales, que adjudican las ayudas públicas, sin exigir contrapartid...
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