Mientras tomo café, escucho a varios grupos de clientes hablar sobre la actualidad del país. Dalí, Blesa, Villar... son temas recurrentes. Estas conversaciones sólo me sirven para confirmar que el nivel de ignorancia de mis conciudadanos es enorme. Eso me resulta penoso, pero lo que más molesto resulta son la osadía y el atrevimiento de quienes pretenden sentar cátedra desde el más profundo desconocimiento. Es un mal endémico de nuestro país: aquí «todo el mundo entiende de todo» y opina sin complejos. Es gratis.
Cuando, hace treinta y seis años, yo empecé a trabajar había niños que no asistían a clase. Estaban matriculados, los teníamos en lista pero teníamos asumido que jamás aparecerían por el aula. Sus padres no valoraban la ecuación, no apreciaban el estudio, ni la formación y no los mandaban al colegio. Entonces el no asistir a clase no tenía consecuencias y se quedaban por la calle, cometiendo pequeños delitos o apedreando perros. Luego se impuso la asistencia obligatoria al colegio y no les quedó otra que entrar en las aulas, si no querían ver a sus padres sancionados. Hoy este tipo de alumnado, (también sus padres), sigue sin tener el más mínimo interés por la educación y el estudio, pero acude a clase porque necesita un certificado de asistencia para acceder a cualquier subsidio, ayuda o subvención, que pagamos religiosamente los contribuyentes. Capítulo aparte merecería la actuación de algunos Trabajadores Sociales, que adjudican las ayudas públicas, sin exigir contrapartid...
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