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CUESTIÓN DE RESPETO



La salvaje matanza yihadista, ocurrida en el semanario francés Charlie Hebdo, ha hecho que nuestra sociedad vuelva a plantearse asuntos que permanecían aletargados porque, cuando la barbarie nos toca de lejos, suelen dormir el sueño de los justos las masacres que otros realizan en nombre de Alá.
Uno de estos asuntos, que han vuelto a plantearse, es el de la libertad de expresión y el de los límites que ésta debe tener, si es que hay que ponérselos. Para un español, entender la defensa unánime de la libertad de expresión que hicieron los franceses, tras estos desgraciados hechos, resulta bastante complicado. El nuestro no es un país con una gran tradición democrática y son muy pocas las ideas que, como pueblo, compartimos de forma generalizada. No compartimos los hipotéticos valores de una bandera, ni de un himno, tal vez porque los asociamos a una época de triste recuerdo y porque alguien de determinado signo político se adueñó de los símbolos de un Estado que todavía permanece dividido, lo queramos o no, entre fascistas y rojos, entre vencedores y vencidos, tras una guerra civil que nos sigue pasando factura. Si a muchos de nuestros conciudadanos esos símbolos no les producen ni frío, ni calor, más allá del papel que la Constitución del 78 les asigna, sería irrisorio pensar que existe el consenso a favor de valores tan sublimes como el de la libertad de reunión, de prensa, de opinión o de culto. Incluso muchos de nuestros compatriotas, en pleno siglo XXI, no llegan a entender por qué la Iglesia Católica debería mantenerse al margen de las decisiones del Estado, pasando a desempeñar el papel de asesora y orientadora de sus fieles, en cuestiones relacionadas con la moral católica, pero sin intentar influir en el poder político.
Los franceses lo tienen más claro. Hay cosas que son intocables para ellos, para casi todos ellos y que están estrechamente vinculadas a las normas por las que ha de regirse la República Francesa. Son cosas, no negociables, tales como la libertad de expresión o el laicismo, un laicismo que, (al contrario de lo que ocurre en nuestro país), no es beligerante contra los creyentes, sino que tiene por máxima el evitar que los poderes religiosos interfieran en la toma de decisiones de los gobiernos, esto dicho así, con toda naturalidad, sin ofender, sin atacar, sin marginar, pero colocando cada cosa y a cada cual en el lugar que le corresponde, a fin de evitar molestas interferencias.
Por estos motivos, por la defensa de unos valores que les son comunes, los franceses se echaron a la calle, de manera multitudinaria, a fin de rechazar lo que el atentado contra Charlie significó: era un ataque, en toda regla, contra la libertad de expresión, uno de los excepcionales valores de la República. No era otra cosa, porque no debemos de llamarnos a engaño ya que, a pesar del eslogan, no todos los franceses eran Charlie Hebdo. La prueba evidente de que no lo eran está en que la publicación vendía unos 50.000 ejemplares semanales, en un país con 66 millones de habitantes. Efectivamente podría considerársela como una publicación casi marginal, que probablemente era incluso odiada por muchos de los manifestantes.
Los editores de la revista siempre estuvieron persuadidos de que la libertad de expresión no tenía límite alguno, de ahí lo provocador de sus viñetas y del subtítulo de la publicación: “periódico irresponsable”. Ateos militantes, tenían el convencimiento absoluto de la inexistencia de Dios, de lo alienante que resulta el profesar una determinada creencia religiosa y de lo ridículos y descabellados que son la mayoría de sus dogmas y de sus normas. Estaban en su derecho de pensar así y de creer que somos nosotros, los creyentes, quienes estamos equivocados, porque ninguno de nuestros familiares difuntos ha vuelto del otro mundo para explicarnos, de manera fehaciente, que existe una vida eterna tras ésta terrenal. Cierto es que la fe mueve montañas, pero no es menos cierto que en ocasiones se tambalea.
Del mismo modo que ellos están convencidos de lo inútil de las religiones, de la inexistencia de Dios y de que todo lo que se nos cuenta es un camelo, quienes profesan una determinada religión tienen fe ciega en lo contrario y defienden aquello en lo que creen. Charlie ha atacado, sistemáticamente, al islam, al cristianismo y al judaísmo, por ser religiones mayoritarias. Las dos últimas tienen controlados a sus ultras, porque casi no cuentan con apoyo social, al ser corrientes minoritarias. El Islam ha encontrado un buen caldo de cultivo entre la ignorancia y la marginalidad social y ha ido ganando adeptos entre extremistas y descerebrados, muchos de los cuales están convencidos de que, eliminando al infiel, entran en el Paraíso por la vía rápida.
Partiendo de la base de que no existe certeza absoluta en lo verdadero de las creencias de un judío, ni tampoco en las afirmaciones de los periodistas de Charlie Hebdo, todo es perfectamente discutible, opinable y rebatible, aunque estoy convencido de que debe serlo dentro de unos límites. ¿Dónde están, pues, los límites de la libertad de expresión que deberían ser autoimpuestos? Evidentemente uno de ellos debería residir en el buen gusto. A mí me han parecido de mal gusto algunas de las viñetas dedicadas a Mahoma, por más que en este tema yo no sea ni juez, ni parte. A uno, que ya no se escandaliza de casi nada, le ha resultado hiriente, (y llena de agresividad), una portada en la que la Virgen aparecía abierta de piernas, dando a luz a Jesús. Seguramente aquel parto, en aquel portal, sucedió de manera parecida pero ¿resulta imprescindible ser tan explícito? En fin… que no sé qué era lo que se perseguía con eso, porque ni siquiera la portada tenía un ápice de humor para quienes miran desde lejos al cristianismo. Ver, también en portada, babear a un cura mientras acaricia a un monaguillo, de manera lasciva, sólo puede producir rechazo, repugnancia y desagrado pero jamás la carcajada a la que los humoristas aspiraban.
Pero si el buen gusto, (o el malo), debería ser importante a la hora de expresar nuestras ideas, mucho más debe de serlo el respeto, el respeto, (como valor democrático), a las ideas de quienes no piensan como nosotros. Un respeto que no supone comulgar con aquello que no nos gusta, sino que consiste en procurar expresar nuestras ideas con la máxima nitidez, incluso con contundencia y firmeza, pero procurando no herir a nuestro interlocutor o interlocutores. Se nos llena la boca con la expresión “lo respeto, pero no lo comparto”, aunque ésa no es más que una frase hecha y vacía, que en el fondo sólo intenta mostrar un pretendido civismo, la mayoría de las veces falso.
Los editores de la publicación francesa llevan años pecando de mal gusto, lo cual puede ser discutible, pero lo que es seguro es que han pecado de falta de respeto por quienes no pensamos como ellos y por extensión han tirado por tierra el supremo valor democrático de aceptar o de tolerar al diferente. En la cabecera de su web afirman que “la libertad de expresión es un derecho fundamental” e invitan a los ciudadanos franceses a sostener la publicación mediante suscripciones. Será interesante seguir la evolución de éstas para, seguramente, comprobar que son muchos los ciudadanos galos que no aceptan que unos derechos fundamentales se sustenten en la anulación de otros. Resultará muy curioso comprobar que hay mucha gente respetuosa con quienes piensan de forma diferente y que no todos son Charlie Hebdo.

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