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EL TONTO DE LA CAMARA


El querer congelar, para siempre, uno de los importantes momentos de nuestra vida suele ser una tentación a la que es difícil sustraerse. Examinar cada uno de esos instantes, al pasar los años, nos proporciona controvertidas sensaciones que van desde la nostálgica “cualquier tiempo pasado fue mejor”, hasta la amargura de comprobar que el tiempo pasa inexorable y tal vez hoy seamos ya demasiado viejos. Disparar una cámara fotográfica conlleva una serie de connotaciones, en las que casi nadie repara, y que van mucho más allá del ritual de seleccionar el encuadre, la velocidad, la abertura y disparar.

Para muchos ubetenses la Semana Santa es uno de esos momentos importantes de la vida. Es el reencuentro con la ciudad, con la familia, con las cofradías. Es la vuelta a otros olores, colores y sabores, a otras sensaciones, a íntimas vivencias pero, sobre todo, supone el regreso a imágenes que albergamos en nuestra mente como colectivo aunque también como individualidades. Es natural que queramos captar, con nitidez, cada una de esas imágenes para perpetuarlas a sabiendas de que, en nuestra mente, el paso de los años nos las devolverá borrosas.

Llegados a este punto es donde aparece la figura del “tonto de la cámara”. He escuchado algunas veces esa expresión despectiva, puesta en la boca de algún ignorante. Para muchos, ese de la cámara, es un tipo con afán de protagonismo, que pasa la Semana Santa de procesión en procesión, con una o más cámaras amarradas a su cuello y que se exhibe en el centro de los guiones para hacerse notar. Demasiado simple y errónea esta descripción que ignora el enorme sacrificio que supone el andar muchos kilómetros, durante muchas horas, con un peso adicional y, en ocasiones portando un incómodo trípode (también los he visto llevando una escalera).

No crean, por lo dicho anteriormente, que un fotógrafo es un héroe. La fotografía es una afición, un gustazo, casi una religión. Para el fotógrafo cualquier sacrificio se da por bien empleado ante la ilusión de salir a la calle a hacer la foto de su vida. Siempre piensa en hacer esa fotografía que le satisfaga plenamente, en cazar una pieza de mayor envergadura que la anterior. Un aficionado a la caza lo comprenderá perfectamente: andar, sudar, cargar con todo el equipo, son cosas que no tienen importancia si, al final, se consigue abatir “un medalla de oro”. Es posible que no se consiga jamás pero siempre se sueña con él y esa ilusión mantiene viva e intacta la esperanza.

Quien, desde la acera, observa al fotógrafo sólo ve en él a un tío inquieto, y un poco exhibicionista, y no repara en curiosidades que son dignas de tener en cuenta. Una de esas curiosidades es la existencia de diferentes tipos de fotógrafos.

Hay quienes utilizan la cámara una vez en su vida o, todo lo más, cada vez que realizan un viaje. Alguien les regaló esa cámara por su cumpleaños o utilizan la que, el año anterior, le regalaron a su hijo o hija por su primera comunión. Lo normal es que no tengan demasiada pericia en el manejo de aquel “infernal aparato” y necesitan una enorme cantidad de preparativos antes de disparar. Permanecen, por tiempo indefinido, en pie delante de la imagen que otro quiere tomar y le fastidian la instantánea. Se mueven a un lado y a otro, se agachan y, cuando tú vas a disparar, ellos se ponen de pie y te chafan el momento. Mi archivo está lleno de fotos con hermosos primeros planos de cabezas de diferentes características. Tal vez un día me anime a exponerlas.

Hablando de quienes se te paran delante, no quiero olvidarme de los del vídeo. Son terribles. Les temo más que a una vara verde. Si se lo acaban de comprar, te los encontrarás en todas las procesiones haciendo unas tomas infinitamente largas aunque será sólo por ese año. Al siguiente no suelen volver. Estar en todos sitios, para grabarlo todo, es agotador. También los hay de los que graban cada año pero que tienen la suficiente experiencia como para no molestar.

Volviendo a los fotógrafos, destacaría al grupo que yo llamo “de la buena fe” por el interés que ponen cada año en realizar algo digno con su compacta. No terminan de hacerse con la técnica, ni entienden todas las funciones del aparato pero son perseverantes. El próximo año volverán con ilusiones renovadas...

Termino con el que puede denominarse fotógrafo profesional. Por descontado que incluyo, en este apartado, al que se gana la vida con la fotografía pero también a todo aquel que ha alcanzado unos conocimientos profesionales sobre un tema que no constituye su “modus vivendi”. De entre estos últimos podemos destacar a los llamados “mercenarios del trípode”. Trabajan casi por encargo y normalmente sólo lo hacen con motivo de algún concurso fotográfico. Con todo, este tipo de profesionales son habas contadas. Lo normal entre el resto es armarse con sus cámaras y salir a la caza y captura de todo aquel motivo fotográfico que se le ponga por delante: imágenes, penitentes, calles, momentos anecdóticos, en los que los protagonistas son Úbeda y sus gentes y jamás el fotógrafo que siempre permanece oculto tras su cámara.

Cuando pienso en la Semana Santa que se nos avecina me echo a temblar. Este año los Reyes Magos han sido los de la era digital: las cámaras fotográficas digitales han constituido el regalo estrella, debido a su importante bajada de precios. Lo malo del asunto es que todavía existen indocumentados, hace unos días uno de ellos lo insinuaba en público, que piensan que ese tipo de cámaras obran milagros y que, con sólo enfocar el motivo, habremos ganado el primer premio del concurso fotográfico de turno. Todo ello ignorando reglas tan elementales como las del encuadre, en enfoque, la velocidad, la abertura y cuestiones tan importantes como la intuición o la inspiración y como si las fotografías y diapositivas realizadas con una cámara analógica no se pudiesen manipular. Eso por no hablar de los distintos tipos de calidades, objetivos y resoluciones... Yo, que desde hace años trabajo con ambas técnicas, puedo asegurar que, en lo sustancial, las dos son muy semejantes cuando nos referimos al papel del fotógrafo. A pesar de ello, todavía existen incrédulos que se apuntan a estas “cámaras milagrosas” pensando en que ellos sólo han de apretar el obturador para que el aparatito realice un inmejorable trabajo. Así pues, seguramente, en este 2004, nos encontraremos con una plaga de noveles fotógrafos digitales a los que tendremos que ir esquivando.

No siento vergüenza de confesar que yo soy uno de esos “tontos de la cámara”, a los que me refiero en estas líneas. Ese tonto que busca gentes, procesiones, rincones momentos y los congela para la posteridad. Aquel tonto que lo escruta todo a través de un visor, que se cuela en las procesiones, en las iglesias, en los bares e incluso en el interior de un paso con el fin de captar unos documentos gráficos que, a la vuelta de unas decenas de años, serán de alto valor para que los investigadores deduzcan y conozcan datos importantísimos de la historia de Úbeda. Yo soy esa “mosca cojonera” que a veces está donde no debe, a la hora menos apropiada.

Si hace cien años poseer una cámara fotográfica hubiese sido tan común como lo es hoy, no nos veríamos obligados a suponer cómo eran determinadas calles, determinadas costumbres o, simplemente, cómo vestían nuestros paisanos o cómo se adornaban los pasos de las cofradías. Es evidente que hoy las cofradías se han dado cuenta del valor que encierra una instantánea y cada vez son más las iniciativas cofrades encaminadas a hacerse con un puñado de fotos que les proporcionen un trocito más de historia.

El tonto que redacta estas líneas, como muchos otros tontos, suele llevar durante todo el año una cámara en el bolsillo y, con ella, ha llegado a apropiarse de escenas que jamás se repetirán. Escenas costumbristas, que forman parte de nuestra historia y de la cultura “ubedí”.
Desde estas líneas, aprovecho para reivindicar la labor de tantos y tantos “tontos de la cámara” que, también en Semana Santa, realizan un trabajo mucho más productivo que el de mirar, desde la acera, cómo pasa una procesión.

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