Hoy es 30 de mayo. Estamos en 2004. He venido aquí, a la casa de nuestra cofradía, a dejar la bandera que te ha acompañado en las últimas horas de tu caminar por este mundo. Me he sentado ante la mesa donde está el ordenador. Desde este lugar se divisa toda la sala de reuniones, llena de fotografías, de símbolos, de recuerdos... He comenzado a pergeñar estas letras mientras repasaba la película de muchos años vividos en común.
Hace “cuatro días”, en 1975, yo quería tocar el tambor en la banda de nuestra querida cofradía. Por aquel tiempo, tú eras el responsable de aquella banda y no te quedaban más tambores libres. No nos conocíamos. Me miraste con cara de resignación, como no queriéndome hacer daño, y me animaste a tocar la corneta larga, sucia y abollada que me acercabas con tu mano. Recuerdo que, al ver su estado, mi madre se echaba las manos a la cabeza mientras yo, resignado, le prometía que la dejaría como nueva tras un arduo trabajo de limpieza. Así lo hice. Once años permanecí en la banda tocando una corneta. Once años que crearon estrechos lazos de amistad entre nosotros. Más tarde compartimos Junta Directiva, travesías del desierto, fuimos progenitores de “pequeños tamborileros” y, hasta hace unos días, hicimos de canguros en los ensayos de la banda infantil. No hace mucho, los dos solos, tomábamos una cerveza mientras esperábamos a que tu hija y mi Jesús concluyeran un ensayo. Fue un rato cordial. Nos debíamos ese momento el uno al otro. Hablamos de todo un poco. No te quejaste de nada. Al menos un par de veces había intentado “la parca” pasar su guadaña por tu cuello y la vida seguía pareciéndote bonita. Ningún reproche. Sólo agradecimiento. Agradecimiento a Jesús orando en Gethsemaní y a Nuestra Señora de la Esperanza: “jamás faltaré a nuestras procesiones, mientras viva”, me decías. Esa frase resuena ahora en mi cabeza. Se repite una y otra vez: “mientras viva... mientras viva”... La recordaré machaconamente cada Semana Santa.
Sé que estamos aquí de paso, que vamos hacía otro lugar pero no entiendo por qué tu singladura ha tenido que ser tan corta. ¡A ti no te tocaba morirte, Miguel!. A uno le toca morirse cuando lo tiene todo hecho en la vida, cuando ha podido disfrutar del asueto de la jubilación, ha conocido a sus nietos y el dolor de muchos años acumulados se hace insufrible. Entonces es cuando uno suele pedirle a Dios que “lo recoja”. Eso es lo general pero tú has tenido que salirte de la regla. Me cuesta trabajo encajarlo. Me costó trabajo encajarlo, (“me quedé pillao”, dicen los jóvenes ahora), cuando Paco Luis Sáez, nuestro anterior Hermano Mayor, fue a buscar a tu sobrino Luis, que estaba conmigo, para comunicarle, con mano izquierda, de forma casi engañosa y en pequeñas dosis, que nos habías dejado. Duro papel el de Paco Luis que también suele estar siempre a las duras. No me hubiese gustado estar en su piel.
La muerte te ha tratado mal y no estoy seguro de que la vida se haya portado contigo como merecías. Algo me llegaste a insinuar pero nada me has contado abiertamente. Con eso bastaba. Nos conocíamos muy bien. Yo tampoco quise hurgar en tu alma por si, en el fondo, había alguna herida. Te gustaba colocar siempre una cortina de felicidad entre tu interlocutor y tú pero creo que llevabas la procesión por dentro. Me gustaría estar equivocado.
Ya ves que tus amigos no te hemos fallado. En la tarde de tu despedida, era impresionante echar una mirada al interior del templo de Santa Teresa. Desde que la noticia de tu muerte corrió por la ciudad a la velocidad de la pólvora que arde, hemos sustentado tu ataúd, portado nuestra bandera, consolado a tu familia y rezado por tu alma. Ya no podemos hacer otra cosa que mantenerte, para siempre, vivo en nuestra memoria. Te prometo que estarás junto a mi cada Jueves Santo delante del trono de Nuestro Señor de la Oración en el Huerto y cada una de las frías noches de ensayo el sonido de la caja me recordará tu presencia.
Cuando nos encontremos en el Gethsemaní eterno ya te contaré cómo va sonando tu banda por si, a tanta distancia, no escuchas bien “los requinteos”. Da recuerdos a Pepe Mendoza. También me acompaña el Jueves Santo. Andará por allí arriba intentando colocarle un raso verde a Dios. Tú descansa en paz, hermano. Lo tienes merecido...
Querido Miguel:
Comentarios