
En la víspera del día de San Miguel, tuve la oportunidad de presenciar, por primera vez en mi pueblo, lo que era “un botellón”. Algo me habían contado y a pesar de todo tengo que confesar que quedé impresionado ante aquella multitud de jóvenes que, en la fuente del León, entre el frío y la humedad de la madrugada otoñal, calentaban sus cuerpos agarrados a un vaso de alcohol.
Días después he tenido la ocasión de hablar con algunos de aquellos jóvenes que, tomados de uno en uno, llegan incluso a parecer gente civilizada. Me contaron que “hacen botellón” porque sus exiguas economías no pueden soportar el precio de mercado de los combinados que se beben y les permite conocer a gente nueva, “socializarse” y llegado el caso hasta ligar aunque, con unas copas encima, sea muy complejo llevar la cosa más lejos. De estas dos razones sólo he llegado a entender, a medias, la primera. El botellón es una forma económica de acceder a un producto que, en los pubs, alcanza precios prohibitivos para muchos jóvenes. Lo que no comprendo es que el hecho de que les salga barato sea motivo suficiente como beber sin ton ni son, sin límite, llegando a bordear la fina línea que separa este mundo del otro.
Cada vez con mayor frecuencia, mi mujer, en su consulta o en el servicio de urgencias, recibe a estas víctimas del botellón, muchas de ellas menores de edad, algunas reincidentes, al borde o inmersos en un coma etílico. Son demasiadas las veces en las que, de madrugada, mientras los padres duermen, suena el teléfono para comunicarles que su hijo o su hija va, en una ambulancia, camino del hospital, echándole un pulso a la vida o tal vez a la muerte.
Seguramente éste es el problema más importante de los botellones pero no es el único. No es de recibo que la falta de civismo y de educación invadan nuestras calles y plazas y se lleven por delante el sueño y el derecho al descanso de los vecinos de una zona. Tampoco hay derecho a que el ayuntamiento instale dos enormes contenedores y nadie eche la basura en ellos porque hay que andar 15 metros. Conozco a gente que practica el botellón. Es gente normal pero tengo la impresión de que, llegada cierta hora y al juntarse con el resto de la manada, esa gente que conozco se aborrega, se deja llevar por la masa amorfa de bebedores y bebedoras y pierde toda noción de civismo. Se mean, vomitan, colocan la música del coche “a toda pastilla” y dejan la zona como si Atila y su caballo se hubiesen reencarnado en pleno siglo XXI. Algunos de ellos conducen después.
Evidentemente yo no pertenezco a la generación del botellón, si acaso a la del botellín. A mediados de la década de los setenta también nuestras economías andaban en quiebra, seguramente muchos más quebradas que las de los jóvenes de hoy. Optábamos entonces por irnos a “la Rúa” y tomarnos un botellín, a lo sumo dos, con los ricos boquerones en vinagre que Barella nos ponía en su bar. A la noche, pero no muy de noche, nos marchábamos a los jardines del Alférez Rojas donde nos comíamos unas bolsas de pipas y muy de vez en cuando desafiábamos a la legalidad vigente bebiéndonos “una litrona” bajo el sonido de las bandas sonoras del cine de verano de la Cava.
Nunca he pensado que cualquier tiempo pasado fue mejor pero, al menos, aquellos botellines no me dejaron secuelas físicas y aligeraban mi cartera, que era la de mis padres, de una forma que se podía tolerar. Nosotros no molestábamos a nadie ya que todo era furtivo, casi ilegal y lo llevábamos en el más absoluto de los secretos. En cuanto al tema de la socialización creo que entonces funcionaba mejor que hoy. En esas salidas nocturnas “llegué a socializarme” a una rubia con la que, desde hace más de veinte años, estoy felizmente casado.
Hace ahora un año el Parlamento de Andalucía aprobaba la “ley antibotellón”. En ella se facultaba a los ayuntamientos para que pudiesen adoptar medidas tendentes a prohibir el consumo de alcohol fuera de los lugares autorizados. En la madrugada del día de San Miguel un policía local miraba a cierta distancia, como no queriendo inmiscuirse, a quienes bebían, hacían ruido y ensuciaban la vía pública junto al pilar del León. Seguramente cumplía con su misión porque nuestros políticos locales no saben por dónde “meterle mano” a la dichosa ley.
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