
En este mes de mayo he sido víctima de tres comuniones. La cosa podría haber sido peor puesto que me han invitado a cinco pero, al superponerse varias de las fechas, he podido evitar mi asistencia a dos de ellas. Por lo dicho habrán podido deducir que no me gustan nada las primeras comuniones. Han acertado de lleno.
No me gusta que el cura, con tono paternalista, me sermoneé, antes de empezar la ceremonia, sobre la forma en la que debo o no comportarme durante la misma. No me gusta la gente que habla a voz en grito dentro de la iglesia como si lo que allí aconteciese no fuese con ella, ni el tipo del traje barato y la corbata hortera y mal anudada, que vocifera a mi lado mientras el cura nos suelta una homilía a la que nadie hace ni puñetero caso. Me molesta la gente que recorre la iglesia, de arriba a abajo, interrumpiendo a cada instante, con una cámara fotográfica o de vídeo en la mano, a pesar de que entre cura y padres ya han consensuado un fotógrafo oficial para el evento. También me molesta la gente maleducada, que no conoce el refrán que dice “donde fueres haz lo que vieres” y que permanece sentada y de charla mientras el cura lee el evangelio o tiene lugar la consagración.
Me cabrea enormemente la inconsecuencia de la gente, que se deja arrastrar por las modas o por los condicionamientos sociales y lleva a su niño o a su niña a tomar la primera comunión, cuando son incapaces de darles un ejemplo de práctica católica. Me pone de los nervios saber que cuando ese niño salga de la iglesia, con su inmaculado traje blanco, no va a volver a pisarla seguramente hasta el día de su boda.
Me asombra que, a pesar de la crisis económica que sufren las familias, sean capaces de gastarse una media de 2.700 euros en un ritual que para la mayoría de ellas está vacío de contenido y para quienes acudimos en el papel de figurantes no es más que un suplicio. Conozco a bastantes de esas familias, “católicas descafeinadas”, a las que les supone un enorme esfuerzo el sumergirse en la vorágine consumista de las primeras comuniones y que sin embargo son capaces de hipotecarse con tal de que su niño resplandezca en ese día tanto como el del vecino de arriba.
Todo esto me parece un montaje ridículo y esperpéntico y me molesta tener que ser cómplice de tanto desvarío desde el momento en el que también, por la fuerza que ejerce sobre mi la presión social, debo asistir a estas representaciones con las que, de principio a fin, yo no comulgo.
Me sorprende ver, en estos días de comuniones, llenas hasta la bandera las iglesias que, domingo a domingo, permanecen casi vacías durante el resto de los meses del año.
Es ahora, en estos días de comuniones, cuando me acuerdo de las palabras del Nazareno al sorprender a los mercaderes dentro del templo: "Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado” y una trascendental duda me invade: ¿de dónde sacaría Jesús aquellas cuerdas de las que habla San Juan en su Evangelio?.
Comentarios
Me resulta curioso la gran inversión que se hace en una celebración( que no sacramento para la gran mayoría), en un pais que,cada vez más,se quiere desvincular de todo lo que huela a Iglesia acusándolo de rancio e incongruente.
Saludos
Una cosa es cierta y es que dices las cosas claras y en la cara; como se dice: al pan pan y al vino vino...claro como el agua.
Un saludo.