
Cuando Mercedes Dueñas me llamó por teléfono no le salía la voz del cuerpo. Extrañada, al ver que Cruz de Guía no se había hecho eco de la noticia, me preguntó si no me había enterado del trágico suceso. Mercedes me contó que don José Araque había muerto y yo me desplomé sobre la cama de la habitación de mi hotel. “Es una putada”, fueron las tres únicas palabras que pude articular, mientras Mercedes seguía narrándome los hechos. Mi cara debió mudarse hasta el punto de que mi mujer me preguntó, mientras yo todavía hablaba por teléfono, qué era lo que sucedía. “Don José Araque ha muerto”, le contesté. Con los pocos datos de los que disponíamos, seguramente por deformación profesional, a mi mujer sólo se le ocurrió añadir: “si es que no se cuidaba…”. Cuando le proporcioné toda la información que Mercedes me había aportado, añadió: “don José era una buena persona. No se merecía tener una muerte como ésa”.
A miles de kilómetros de Úbeda, la impotencia se multiplica y la sensación de pena y de angustia se hacen indescriptibles. Uno piensa dónde estaría Dios en aquel fatídico día en el que don José ascendía por la cuesta que une el Puente del Obispo con Baeza. ¿Estaría de vacaciones? En julio mucha gente anda de vacaciones y Dios tiene tantas cosas que gobernar que es posible que también necesite unos días de respiro. No tiene otra explicación el hecho de que un hombre bueno, como decía mi mujer, tenga un final tan trágico y absolutamente inmerecido a ojos de quienes lo conocíamos. Sí: durante unos instantes estuve bastante cabreado con Dios. Luego intenté buscar una explicación racional a tan repentina pérdida y a tan absurda forma de morir. Ya sé que un cura me hablaría del libre albedrío y de que Dios creó el mundo y lo dejó funcionar “a su aire”. Así se justifican las guerras, el hambre y toda la miseria humana que Dios consiente descargando, en la insensatez de los hombres, la responsabilidad de un mundo al que, en ocasiones, resulta complicado entender. Luego, ya más en frío, uno apela a la fe, a aquello en que de niños nos dijeron que hay que creer ciegamente, aunque no se entienda, ni encaje con nuestra limitada lógica. Entonces sólo pensé en resignarme y en rezar por el eterno descanso de quien nos había dejado saliéndose del guión que esa lógica humana nos impone. Ese guión que, con más frecuencia de la deseada, se rompe haciéndonos comulgar con asuntos que, a nuestros ojos, todavía no tocan. Son los renglones torcidos de Dios que, por lo visto, solamente Él entiende bien.
Don José Araque Quesada llegó a Úbeda con la compleja misión de ocupar el vacío que dejaba otro Pepe. Con inusual rapidez supo alcanzar el listón que don José Lomas había dejado en sus años como párroco de San Pablo. Supo meterse en el bolsillo a todos los feligreses de su parroquia y a quienes, “rebotados de otras parroquias”, querían casarse o bautizar a sus hijos en una iglesia en la que todo fueron facilidades y brazos abiertos. Era un trabajador infatigable a quien no le importaba comenzar las bodas a las seis de la tarde del mes de agosto, para terminar con la última cerca de las diez de la noche. Jamás dio a nadie con la puerta en las narices, porque tenía claro que había que sumar, en lugar de espantar a la gente, en unos tiempos en los que ni los curas, ni la Iglesia Católica están de moda. Curiosamente sus más fieles amigos, con quienes compartía su vida privada, no fueron los otros sacerdotes de la localidad, sino los miembros de las hermandades a las que servía y en las que se integró como un cofrade más.
Se enfrentó a la complicada tarea de barajar a las hermandades que le tocaron en suerte y se implicó con ellas hasta el punto de tener el reconocimiento unánime de sus hermanos mayores. Fue cómplice de misas, procesiones y actividades cofrades y si alguna vez tuvo que dar un no como respuesta, lo hizo con todo dolor de su corazón y obligado por quienes hicieron del “carguillo” una forma más de reivindicar su baja autoestima.
Cuando mi hijo me retrataba delante del monumento a Franz Kafka, que hay junto a la sinagoga judía de Praga, mi cabeza estaba en La Guardia, junto a mis hermanos de la cofradía de la Soledad, de Nuestra Señora de Gracia, de la Caída, de la Buena Muerte, del Santo Entierro, de la Humildad, de la Virgen de Guadalupe, de Jesús Nazareno… Mientras mi hijo examinaba los ajustes de la cámara, me imaginaba junto al hermano mayor de mi cofradía de la Oración en el Huerto, metiendo el hombro bajo el ataúd que llevaba los restos del pobre don José desde la Parroquia de la Asunción hasta el cementerio de su pequeño pueblo. Las fotografías de ese incansable notario de la actualidad ubetense, que es Pepe Villar, me trasladaron a ese pueblecito cercano a Jaén y a través de ellas pude apreciar cómo la ciudad de Úbeda agradecía el trabajo, bien hecho, de un cura comprometido con su fe y con sus ovejas.
Entre las cofradías ubetenses está muy extendida la idea que de que quien encuentra un buen cura tiene un tesoro. No es para menos. Por lo general los curas no son muy amantes de implicarse en cuestiones que no manejan y en las que son los laicos quienes llevan la voz cantante. Don José Araque supo llevar a las hermandades a su terreno cuando convino y darles autonomía cuando fue pertinente. Ese equilibrio lo convirtió en un cura cofrade, en uno de los nuestros, en una persona entrañable y muy querida por la comunidad a la que le tocó pastorear. Se marchó con la pena de verse relegado como gestor de la iglesia de Santa María, por cuya reapertura tanto trabajó. Se fue con la sensación de que los suyos lo habían traicionado, porque Santa María era su ilusión. Es posible que los renglones de Dios no sean tan torcidos como creemos y que le hayan evitado a don José la amargura de ver cómo otro colega se hace cargo de algo por lo que él estaba enormemente ilusionado.
A mi regreso de Praga, ya entre Madrid y Úbeda, sonaba en la radio de mi coche el último tema de Dani Martín. Escuchándolo no he podido evitar el volver a acordarme de mi hermano José Araque, cuando Martín decía: “tenerte cerca ha sido un premio, el más grande que he llegado a alcanzar”. Pues eso, don José, que me estoy poniendo tierno, que nos vemos al otro lado y que en la festividad de San José, durante cada fiesta de mi cofradía, recordaré cómo nos hablabas del casto y resignado esposo de María, en el día de tu onomástica, antes de que la marcha de la hermandad nos recordase a todos los que se marcharon al eterno Gethsemaní. Tú ahora estás ya con ellos. Tampoco es mal sitio.

A miles de kilómetros de Úbeda, la impotencia se multiplica y la sensación de pena y de angustia se hacen indescriptibles. Uno piensa dónde estaría Dios en aquel fatídico día en el que don José ascendía por la cuesta que une el Puente del Obispo con Baeza. ¿Estaría de vacaciones? En julio mucha gente anda de vacaciones y Dios tiene tantas cosas que gobernar que es posible que también necesite unos días de respiro. No tiene otra explicación el hecho de que un hombre bueno, como decía mi mujer, tenga un final tan trágico y absolutamente inmerecido a ojos de quienes lo conocíamos. Sí: durante unos instantes estuve bastante cabreado con Dios. Luego intenté buscar una explicación racional a tan repentina pérdida y a tan absurda forma de morir. Ya sé que un cura me hablaría del libre albedrío y de que Dios creó el mundo y lo dejó funcionar “a su aire”. Así se justifican las guerras, el hambre y toda la miseria humana que Dios consiente descargando, en la insensatez de los hombres, la responsabilidad de un mundo al que, en ocasiones, resulta complicado entender. Luego, ya más en frío, uno apela a la fe, a aquello en que de niños nos dijeron que hay que creer ciegamente, aunque no se entienda, ni encaje con nuestra limitada lógica. Entonces sólo pensé en resignarme y en rezar por el eterno descanso de quien nos había dejado saliéndose del guión que esa lógica humana nos impone. Ese guión que, con más frecuencia de la deseada, se rompe haciéndonos comulgar con asuntos que, a nuestros ojos, todavía no tocan. Son los renglones torcidos de Dios que, por lo visto, solamente Él entiende bien.
Don José Araque Quesada llegó a Úbeda con la compleja misión de ocupar el vacío que dejaba otro Pepe. Con inusual rapidez supo alcanzar el listón que don José Lomas había dejado en sus años como párroco de San Pablo. Supo meterse en el bolsillo a todos los feligreses de su parroquia y a quienes, “rebotados de otras parroquias”, querían casarse o bautizar a sus hijos en una iglesia en la que todo fueron facilidades y brazos abiertos. Era un trabajador infatigable a quien no le importaba comenzar las bodas a las seis de la tarde del mes de agosto, para terminar con la última cerca de las diez de la noche. Jamás dio a nadie con la puerta en las narices, porque tenía claro que había que sumar, en lugar de espantar a la gente, en unos tiempos en los que ni los curas, ni la Iglesia Católica están de moda. Curiosamente sus más fieles amigos, con quienes compartía su vida privada, no fueron los otros sacerdotes de la localidad, sino los miembros de las hermandades a las que servía y en las que se integró como un cofrade más.
Se enfrentó a la complicada tarea de barajar a las hermandades que le tocaron en suerte y se implicó con ellas hasta el punto de tener el reconocimiento unánime de sus hermanos mayores. Fue cómplice de misas, procesiones y actividades cofrades y si alguna vez tuvo que dar un no como respuesta, lo hizo con todo dolor de su corazón y obligado por quienes hicieron del “carguillo” una forma más de reivindicar su baja autoestima.
Cuando mi hijo me retrataba delante del monumento a Franz Kafka, que hay junto a la sinagoga judía de Praga, mi cabeza estaba en La Guardia, junto a mis hermanos de la cofradía de la Soledad, de Nuestra Señora de Gracia, de la Caída, de la Buena Muerte, del Santo Entierro, de la Humildad, de la Virgen de Guadalupe, de Jesús Nazareno… Mientras mi hijo examinaba los ajustes de la cámara, me imaginaba junto al hermano mayor de mi cofradía de la Oración en el Huerto, metiendo el hombro bajo el ataúd que llevaba los restos del pobre don José desde la Parroquia de la Asunción hasta el cementerio de su pequeño pueblo. Las fotografías de ese incansable notario de la actualidad ubetense, que es Pepe Villar, me trasladaron a ese pueblecito cercano a Jaén y a través de ellas pude apreciar cómo la ciudad de Úbeda agradecía el trabajo, bien hecho, de un cura comprometido con su fe y con sus ovejas.
Entre las cofradías ubetenses está muy extendida la idea que de que quien encuentra un buen cura tiene un tesoro. No es para menos. Por lo general los curas no son muy amantes de implicarse en cuestiones que no manejan y en las que son los laicos quienes llevan la voz cantante. Don José Araque supo llevar a las hermandades a su terreno cuando convino y darles autonomía cuando fue pertinente. Ese equilibrio lo convirtió en un cura cofrade, en uno de los nuestros, en una persona entrañable y muy querida por la comunidad a la que le tocó pastorear. Se marchó con la pena de verse relegado como gestor de la iglesia de Santa María, por cuya reapertura tanto trabajó. Se fue con la sensación de que los suyos lo habían traicionado, porque Santa María era su ilusión. Es posible que los renglones de Dios no sean tan torcidos como creemos y que le hayan evitado a don José la amargura de ver cómo otro colega se hace cargo de algo por lo que él estaba enormemente ilusionado.
A mi regreso de Praga, ya entre Madrid y Úbeda, sonaba en la radio de mi coche el último tema de Dani Martín. Escuchándolo no he podido evitar el volver a acordarme de mi hermano José Araque, cuando Martín decía: “tenerte cerca ha sido un premio, el más grande que he llegado a alcanzar”. Pues eso, don José, que me estoy poniendo tierno, que nos vemos al otro lado y que en la festividad de San José, durante cada fiesta de mi cofradía, recordaré cómo nos hablabas del casto y resignado esposo de María, en el día de tu onomástica, antes de que la marcha de la hermandad nos recordase a todos los que se marcharon al eterno Gethsemaní. Tú ahora estás ya con ellos. Tampoco es mal sitio.

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Descanse en Paz.