Han sido treinta años de relación que ahora, desafortunadamente, acaban
de concluir. La fidelidad siempre presidió esa relación, aunque he de reconocer
que, como humano que es uno, alguna vez sentí la tentación de pecar, de echar
una cana al aire, de cambiar de pareja, de probar nuevas sensaciones, de
explorar otros mundos. Más que la honestidad, fue el hecho de evitarme una
sensación de mala conciencia, el que me alejó de posibles aventuras y, aunque
llegué a flaquear, jamás me atreví a hacerlo con alguien diferente. También
estaba el miedo al hecho de que yo siempre tuve la certeza de que me
descubriría, porque esas cosas se notan demasiado y es muy complicado
mantenerlas ocultas.
Ya me advirtió que lo nuestro estaba tocando a su fin, que no podía
alargarse más, que no se sostenía, pero yo nunca quise creer que así fuera, por
lo que cuando la ruptura se ha consumado, el impacto ha sido mayor, aunque de
todo sale uno.
Treinta años de fidelidad también me han enseñado que atarse a alguien,
desde muy joven, con la intención de que sea para toda la vida, es una locura.
Esos compromisos ya no se establecen hoy. Hoy la gente es mucho más promiscua y
cambia de partenaire como el que cambia de chaqueta. El paso de los años me ha
hecho desprenderme de muchos prejuicios y he llegado a la conclusión de que por
haberle sido fiel he tenido que pagar mis peajes. Como uno no puede pasar sin
determinadas cosas en esta vida, sé que volveré caer, pero esta vez lo haré con
alguien que no me exija compromiso alguno y siempre que pueda cambiaré de
pareja, porque de los errores se aprende y porque rectificar es de sabios.
La semana pasada todo se consumó. Era la crónica de una muerte
anunciada. Cuando acudí de nuevo a su encuentro, en ese lugar que tan gratos
recuerdos nos traía, me encontré con un frío cartel que decía: “Cerrado por
jubilación. Se alquila este local”. Ya me había advertido Juan que se jubilaba,
pero no me concretó la fecha y el leer aquel cartel me hizo cierta impresión.
Juan llegó a Cazorla hace treinta años, justo cuando yo llegué. En
Cazorla abrió su flamante negocio de peluquería, con aires internacionales, al
que puso el atractivo nombre de “Peluquería París”. Venía de formarse
profesionalmente en Cataluña y traía aires nuevos, unos aires que se hacían
patentes en la decoración exterior del local, así como en la modernidad de su
mobiliario, un mobiliario que ni siquiera treinta años después ha llegado ha
quedarse obsoleto. Yo entonces era un joven de veinticinco años, que ya había
superado la etapa rebelde de la melena y necesitaba pelarme. Aquí, en Cazorla,
por aquel tiempo sólo había barberías, en las que viejos barberos se dedicaban
a rapar el pelo y a peinarlo casi “estilo mili” y aquello no iba conmigo.
Además, para un chico de ciudad, que ya había estrenado la famosa peluquería
ubetense “Dos Navajas” y que por aquel entonces ya se había permitido el lujo
de hacerse una permanente en Francia, entrar en una barbería cazorleña era una
vulgaridad. Así que me aboné a la “Peluquería París” y a la prudente conversación
de Juan, una especie de psicólogo que jamás iniciaba una charla, porque para él
era el cliente el que tenía que dar el primer paso. Aficionado a los toros y
experto en tauromaquia, Juan era un hombre prudente a quien las varices en las
piernas terminaron pasándole factura, por mor de tantas horas que pasó en pie.
Ahora, con la edad reglamentaria de hoy (ya veremos lo que ocurre mañana), Juan
acaba de acceder a esa merecida jubilación y yo me he quedado, de pronto, un
poco huérfano. Durante los últimos treinta años sólo él me ha tocado el pelo,
porque no soy ningún catacaldos y porque alguna vez lo he visto decir a algún
cliente: “esto te lo ha tocado alguien”. Un buen profesional sabe si un trabajo
lo ha hecho él o no y yo nunca quise pasar por el mal trago de que Juan me
afrentara, descubriendo en público, alguna infidelidad. En muchos de mis
viajes, cuando he estado ocioso, me ha venido mejor pelarme en otro sitio
distinto al de Juan, pero siempre he vencido esa tentación, a sabiendas de que
Juan terminaría por descubrirlo. En ese sentido todos los peluqueros son un
poco puñeteros.
Ahora, ya más mayor, con muchos menos prejuicios y con menos vergüenza,
según constata mi mujer, he decidido no atarme a ninguna peluquería. Sólo voy a
buscar la comodidad y voy a liberarme de tener a alguien fijo, que incluso
pueda pedirme explicaciones sobre hipotéticas infidelidades.
Ayer comencé con mi nueva vida. Volví, tras tres decenas de años, a
entrar en “Dos Navajas”. El abrir la puerta me produjo una especie de mala
conciencia, que desapareció cuando recordé que estaba allí porque mi amigo Juan
ya goza de su júbilo y de su paguilla y que soy yo quien ahora tiene que
buscarse la vida.
Ayer en “Dos Navajas”, mañana en Málaga y otro día en la peluquería
cordobesa de mi hijo Jesús, tal vez algún día vuelva a hacerlo en París. He
decidido llevar una vida licenciosa y casquivana y no volver a atarme a nada,
ni a nadie. Esta vida tiene ya demasiadas ataduras.
Comentarios
Muy bueno el artículo. Enhorabuena y que lo tuyo con ANA sea PARA SIEMPRE.
(Qué tonterías digo eh, Eugenio)
Un abrazo a ambos y a los hijos también.