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LA DERNIÈRE DANSE



Esta historia comenzó durante el verano de 2012, hace ahora dos años. Por entonces empecé a plantearme el dejar de dar clase a los mayores, llevaba muchos años haciéndolo, para pasarme a 1º de Primaria. Recuerdo que estuve evaluando las ventajas y los inconvenientes de ese drástico cambio, durante casi todo ese verano. Aunque las decisiones profesionales siempre las he adoptado en solitario, decidí comentar el tema con mi mujer. Por deformación profesional directamente me lo desaconsejó. Me dijo que, por la edad de los niños y por las actividades a desarrollar en el aula, mi cercanía física a los alumnos sería mucho mayor y que, a esas edades, siempre andan con resfriados y con mocos. Me comentó que corría el riesgo de pasarme el curso resfriado y tosiendo, que mi salud posiblemente se resentiría, que no merecía la pena asumir el riesgo.
Yo estaba convencido de que tenía que dar un giro a mi trabajo. Hace 14 años decidí abandonar la Educación Permanente de Adultos porque, tras 12 años en ese nivel, me di cuenta de que mi esfuerzo y mi dedicación ya eran en vano. En aquel verano de 2012 me sucedió algo parecido: sentía que mi trabajo se había vuelto monótono y que no me ilusionaba. Entonces lo que quería era cambiar, salir de esa monotonía, probarme a mí mismo, porque mientras más pequeños son los alumnos mayor es la influencia del maestro en su desarrollo personal y mejores y más visibles son los frutos de tu propio trabajo. Ya se sabe que los mayores tienen más autonomía y que en sus éxitos académicos un alto porcentaje depende de ellos. Tú eres algo así como un moderador, como un director de orquesta, alguien imprescindible pero que tiene una menor influencia en el proceso.
Ya he dicho que también quería probarme. Con 30 años de servicio como docente, la veteranía y la experiencia me aportaban el control casi absoluto sobre lo que estaba haciendo, sobre mi trabajo, pero sentía curiosidad por saber si me estaba anquilosando, si me había acomodado o si, por el contrario, era capaz de asumir nuevos retos con plenas garantías de éxito. Quería volver a tener la sensación de estar vivo, de llegar ilusionado a mi trabajo cada mañana y me había propuesto, perdóneseme la petulancia, arrimar el hombro y aportar mi pequeño esfuerzo, para ayudar a ir sacando del pozo a un país hundido en una salvaje crisis de todo tipo. Pasaba por una experiencia vital profunda y quería someterme a una especie de catarsis de la que salir psicológica y profesionalmente reforzado. Lo cierto es que nunca sentí el temor al fracaso, pero sí confesaré ahora que tuve mis dudas. Ya sé que los experimentos sólo deben hacerse con gaseosa, pero ¿por qué no iban a quedarme vestigios de la fuerza y de las ganas que tuve cuando empecé siendo un joven? Ahora, además, contaba con una enorme experiencia.
En septiembre me asignaron un 1º, ante la sorpresa de muchos. Los primeros sorprendidos fueron los padres, pero sobre todo las madres, de los que iban a ser mis alumnos y mis alumnas. Como nada puede permanecer oculto por mucho tiempo, supe que no estaban muy conformes con que el maestro de sus hijos fuese un hombre, que además tenía fama de ser muy serio. Venían de pasar 3 años con una “seño”, en la que los niños veían reflejada a la figura materna y cambiarla ahora por un tipo serio y estirado no podía ser bueno, supongo que pensarían. A mí me daba bastante igual y no me importó hacer de madre, hacer de “seño” y de todo lo que fuese preciso para llevar a los alumnos a mi terreno y una vez en él, ganarme su confianza y su estima para hacerlos trabajar duro, pero sin que se sintiesen presionados en exceso, para que se viesen obligados a darme, cada día, la satisfacción de que ellos habían cumplido con su parte de lo pactado, con su parte de ese duro trabajo que desarrollábamos en el aula.
Empezó el curso y los primeros pronósticos de mi mujer comenzaron a cumplirse. Me pasé todo el primer trimestre y una gran parte del segundo, con muchos mocos y con tos, algo que nunca me había pasado, porque los niños y las niñas tenían que leer en mi mesa a diario y entre mocos, toses y estornudos me iban dejando los virus que habían encontrado por ahí. Solía llegar a casa como si un tren me hubiese pasado por encima. Yo nunca me quejé, ni siquiera cuando, machaconamente, mi mujer me repetía: “tómate esta pastilla. ¿Lo ves? Te lo dije…”
Ahora van a cumplirse 2 años del comienzo de aquella aventura y sólo puedo hacer un balance positivo. Hemos tenido luces y sombras y la vida nos ha dado alguna puñalada trapera, cuyas cicatrices permanecerán para siempre. Perder a un alumno, cuando todavía no había cumplido los 7 años, es algo que no deseo a nadie. Ha sido muy duro comenzar el curso viendo la silla vacía de nuestro Jesús. Tuve que cambiar la configuración del aula, para que esa ausencia no se hiciese tan dolorosa, tan pesada y tan evidente. A edades en las que eso no corresponde, nos hemos visto obligados a tener que hablar sobre la muerte, sobre la injusta muerte de un ángel que ahora empezaba a vivir, porque los niños lo escrutan todo. Les he tenido que explicar que veo a Jesús, cada noche, en una de las estrellas que más brillan en el firmamento, les he contado que hablo con él casi cada día y Jesús ha permanecido entre nosotros con la naturalidad del que vive, porque nadie muere mientras haya alguien en este mundo que lo siga recordando con cariño.
No ha sido, como no lo es ninguno, un grupo homogéneo. La mayoría ha conseguido alcanzar los objetivos que se marcan para el nivel y todos están en disposición de conseguirlo si ponen de su parte. En ocasiones ha fallado la supervisión de la familia, seguramente habré fallado yo pero siempre he puesto el mayor de los esfuerzos al servicio de mis alumnos, (a fin de cuentas un funcionario debe ser un servidor público), así que hoy no me reprocho nada.
Independientemente de lo instrumental, he procurado enseñar a mis alumnos a pensar por su propia cuenta, a ser críticos, a no dejarse manipular, a ser personas honestas, honradas y libres. Les he hablado de todo ello en multitud de ocasiones y les he insistido en la importancia del trabajo bien hecho, frente al valor que damos los españoles a la picaresca del mínimo esfuerzo, a la trampa y al parasitismo. Hemos hablado mucho de machismo, de violencia de género, de solidaridad, de igualdad entre sexos… Son niños, son pequeños, pero no son tontos. Sé que lo han entendido bien y que ahí queda ese poso que irán madurando a medida que vayan cumpliendo años. A ellas les he dicho que son las mejores, que son mejores que nosotros los hombres, que pueden hacer exactamente lo mismo que nosotros y una cosa más, que nosotros no podemos hacer (siempre se reían cuando se lo explicaba). Les he pedido que no se dejen avasallar, ni discriminar por motivos de sexo y he procurado dejar por las nubes su autoestima y hacer que se sientan orgullosas de ser las mujeres que en el futuro van a comerse el mundo. Cada vez estoy más convencido de que la educación no es sólo Lengua, Matemáticas o Conocimiento del Medio, que no es Inglés, Música o Educación Física. También es fundamental que, en la escuela, aprendan los valores que hagan cada vez mejor una sociedad democrática y moderna, como debe ser la nuestra.
Han pasado dos años y ya se marchan. Seguirán creciendo, pero yo siempre los recordaré como esos niños pequeños que me hicieron sentirme vivo. Para que siempre sigan así de pequeños, he colgado en la Red, (y ahí permanecerá para siempre), un vídeo con muchas de las imágenes que tomé desde el primer día en que llegaron a mi clase en septiembre de 2012. De fondo suena la música de uno de mis cantantes favoritos: Michel Sardou. La canción se titula “La dernière danse”, “El último baile”, traducido a nuestro idioma. La letra no tiene nada que ver con los niños, ni con la enseñanza, pero habla de un hombre que se despide, como yo me despido ahora. Esa letra explica cómo le gustaría a ese hombre que fuese su despedida. La mía va a ser alegre y optimista. Durante 4 años más nos seguiremos viendo en el patio del colegio y seguirán siendo “mis niños y mis niñas” y estoy seguro de que para ellos yo seguiré siendo “su maestro”.
Acaba el curso y casi como cada año mi mujer ha vuelto a preguntarme: “¿qué curso cogerás el año que viene?”. Yo no le he contestado. Simplemente me he limitado a guiñarle un ojo y a esbozar una sonrisa picarona. Estoy seguro de que me ha entendido. Ya puede ir preparándome los mucolíticos. Es lo que toca.


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