Hoy las mujeres han convocado una jornada de huelga general. Razón no
les falta. Yo no me he sumado a ella,
porque soy poco amigo de reivindicaciones puntuales. Soy más de perseverancia,
de trabajar en el día a día y de coger una linde y no soltarla, aún a riesgo de
que te tomen por tonto. No me sumo a la huelga, aunque me adhiero a sus
reivindicaciones y respeto por igual a quienes se han sumado a ella y a quienes
han decidido acudir a sus puestos de trabajo. Así debería de ser en una sociedad
democrática, en la que imperase el respeto por quienes adoptan decisiones
distintas a las nuestras.
Desde la enseñanza pública llevo treinta y muchos años trabajando por
la coeducación, por la igualdad, por la no discriminación por razón de sexo,
por el derecho de todos a ser iguales. En mi vida privada también lucho por lo
mismo.
Desde mi puesto de trabajo he podido concluir que, en líneas generales,
mis alumnas son mucho mejores que mis alumnos y que las mujeres atesoran
valores que la mayoría de los hombres no hemos podido ni oler.
En esa creencia he educado a mi hija y a mi hijo, dos personas libres,
sin ningún tipo de prejuicio, que no hacen distinciones entre sexos. Ambos han
estudiado dos carreras científicas, cuando la mujer siempre ha tendido más a
realizar estudios relacionados con las humanidades, las letras y las ciencias
sociales y me he sentido muy orgulloso de ver, en la orla de mi hija, a tres o
cuatro mujeres rodeadas de un casi incontable número de hombres. Ambos han
tenido los mismos privilegios, los mismos derechos, las mismas obligaciones y
ambos han visto en su casa que sus padres funcionaban igual, a base de un
reparto de tareas en el que el sexo no era una condición “sine qua non”. Me
gusta presumir de haberlos “amamantado con mis propios pechos”, en épocas en
las que su madre (por motivos laborales) pasaba varios días sin venir a casa y
en las que ellos eran muy pequeños. Me encanta cuando dicen que la pasta que
hace papá está más rica que la de… bueno, que la de quien sea y disfruto cuando
recuerdan que les daba la papilla, el biberón o los llevaba al parque en la
silleta o a dar un paseo en moto.
En contra de lo que suele pasar, yo he querido siempre tener los
derechos que tienen las mujeres, en relación con la crianza de los hijos y he
reivindicado que ellas sean (en derechos) iguales a los hombres.
En la actualidad tengo dos mujeres que me marcan el camino: en lo
personal está mi mujer y tengo otra jefa en lo profesional. De mi mujer sólo
puedo hablar en positivo, como pueden hablar todos mis amigos de sus mujeres.
Es una gran mujer, tanto a nivel personal como en su trabajo. De mi jefa de
estudios no puedo decir menos, en el terreno profesional. Se remangan y nada
les viene grande. Son decididas, incansables, metódicas, organizadas,
perseverantes, comprensivas, reflexivas, trabajadoras hasta la extenuación, equilibradas,
magníficas profesionales, enérgicas, luchadoras… Son sólo dos ejemplos. Podría
poner mil más.
Ninguna mujer merece, en pleno siglo XXI, tener que andar luchando por
una equiparación de derechos con los hombres. Son personas, ni mujeres, ni
hombres… personas que, como ya digo, nos dan a los hombres sopas con hondas en
multitud de situaciones.
Hoy es día 8 de marzo y yo me sumo a la causa de las mujeres explotadas
por razón de su sexo, me sumo a la lucha contra la injusticia y la marginación.
Hoy es 8 de marzo, un pequeño paréntesis en la lucha que muchas y muchos
venimos manteniendo desde hace decenios y en la que seguiremos mientras sea
preciso.
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