Don Luis Diosdado era el jefe de estudios del Instituto Nacional de Enseñanza Media "San Juan de la Cruz" cuando yo era alumno de ese centro educativo, allá por finales de la década de los sesenta y principios de la de los setenta. Era un hombretón apuesto y de buen ver, muy guapo según mis compañeras, que traía locas a todas sus alumnas hasta el punto de que creo llegó incluso a casarse con una de ellas. Nunca me dio clase, porque mi profesor de francés fue don Eladio Cuadrado, pero en su calidad de jefe de estudios solía llamarme a capítulo muchas más veces de las que mis padres hubiesen deseado. Bastantes horas pasé en su despacho, entre reprimenda y reprimenda, porque yo siempre sentía un enorme deseo de salirme de ese camino recto que aquel hombre machaconamente me marcaba.
Hace tiempo me enteré de que don Luis estaba gravemente enfermo. Uno de esos males a los que eufemísticamente denominamos como "una cruel enfermedad", porque creemos que se alejará de nosotros si no lo llamamos por su nombre, había invadido su cuerpo y había (visto lo visto) llegado para quedarse. A través de un amigo común me alegré con sus mejorías intermitentes y me entristecí con sus habituales recaídas. Ayer me contaron que lo habían enterrado el domingo. Me hubiera gustado asistir a su entierro, para rendirle mi último e íntimo testimonio de consideración, pero me cogió desprevenido, como siempre suelen cogerle a uno estas cosas que suceden de un día para otro.
Hoy, cuando el reconocimiento al trabajo docente pasa por sus horas más bajas, con estas escasas líneas, quiero mostrar mi agradecimiento a don Luis María Diosdado y a todas esas personas que, como él, no solamente nos inculcaron unos conocimientos, sino unos valores éticos que han hecho que nuestra vida marche, (ahora sí), por aquellos caminos rectos que machaconamente nos marcaban.
Mi sincero pésame a su esposa e hijos. Descanse en paz.
Hace tiempo me enteré de que don Luis estaba gravemente enfermo. Uno de esos males a los que eufemísticamente denominamos como "una cruel enfermedad", porque creemos que se alejará de nosotros si no lo llamamos por su nombre, había invadido su cuerpo y había (visto lo visto) llegado para quedarse. A través de un amigo común me alegré con sus mejorías intermitentes y me entristecí con sus habituales recaídas. Ayer me contaron que lo habían enterrado el domingo. Me hubiera gustado asistir a su entierro, para rendirle mi último e íntimo testimonio de consideración, pero me cogió desprevenido, como siempre suelen cogerle a uno estas cosas que suceden de un día para otro.
Hoy, cuando el reconocimiento al trabajo docente pasa por sus horas más bajas, con estas escasas líneas, quiero mostrar mi agradecimiento a don Luis María Diosdado y a todas esas personas que, como él, no solamente nos inculcaron unos conocimientos, sino unos valores éticos que han hecho que nuestra vida marche, (ahora sí), por aquellos caminos rectos que machaconamente nos marcaban.
Mi sincero pésame a su esposa e hijos. Descanse en paz.
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